Revelaciones III: Teros

La directora se iba llorando del salón. A diferencia de hoy, nuestra primaria duraba 9 años y se llamaba EGB. Ella nos tuvo a cargo todo ese tiempo, y no aguantó dar las últimas palabras en el salón a días de terminar las clases. Decían que terminaba una etapa y empezaba otra. Sinceramente nunca entendí el motivo. Era lo mismo pero con otro nombre.
El día de la entrega de diplomas, 90 alumnos salimos juntos para celebrar lo que era el fin de 9no año y el inicio del polimodal. Recuerdo haber ido a una pizzería de mucho nombre que era un asco. La noche terminó a las 12, tal como limitaba el permiso de los padres. Entre 4 tomamos un taxi, y por esas rutinas que algunos tienen aprendidas, yo fui el último en bajar porque nadie tenía cambio. Pagaba una vez más.
Algunos sacralizan las conversaciones con los taxistas. Las detesto, y desde temprana edad. Estudiaron poco para hablar de tanto y la experiencia atrás de un volante da poco conocimiento para saber de lo que dicen saber. Pero las aguanto para no pasar como un maleducado.
«¿Qué hacían?» me preguntó, mirando que tenía un uniforme puesto a las 12 de la noche en pleno centro. «Terminamos 9no» le dije. Tuve que explicarle que era y afortunadamente entendió rápido, evitando que tuviera que desarrollar más un tema que hasta el día de hoy me molesta explicar. «Está bien, hay que festejar… ya no queda mucho para festejar. En breve va a explotar todo». Me cobró algo menos que 10 pesos, como salían los taxis por aquella época. Me bajé, entré a mi casa, y me quedé pensando. «¿Explotar?». Me había aturdido un poco, pero volví a desconfiar de los taxistas y me fui a dormir. Era la primer semana de diciembre.

Pasaba una franela por el living durante una mañana. Los primeros días de vacaciones cuando tus amigos rinden todo lo que se llevaron y vos no, suelen ser un poco solitarios. La radio estaba puesta. Por ese año, Tinelli intentaba otra vez hacer lo que hacía con su programa, pero en radio. No le prestaba atención, hasta que dijeron que iban a ir directamente a un móvil de De La Rúa. Estaba en vivo. El tema era el inicio de la temporada de verano. Pero a mitad del discurso, se corta y empieza a hablar un imitador del presidente. Era claro: ya no importaba que decía, al punto que un discurso se podía cortar para parodiarlo. Un detalle menor que e llamó la atención, pero no pasó de eso.

Generalmente, iba 3 veces al año a la dentista, una por cada mes de vacaciones. Ese día, por algún motivo mi mamá no me podía acompañar, y fuimos con mi abuela. Teníamos que tomar el ya extinto 508 a varias cuadras de mi casa. Era notorio que no estábamos pagando un taxi. «¿Para qué?» decía mi abuela, ocultando el hecho que no podíamos pagarlo si queríamos pagarle a la dentista, que ya de por si casi no nos cobraba. Fuimos esas varias cuadras a tomarlo. Durante el viaje iba en silencio, mientras mi abuela contaba las cuadras en voz baja para no perderse.
Acostado en el sillón, la radio de la dentista soñaba. Mi abuela ya atendida, hablaba con ella mientras yo luchaba por no babear. Lucha inocua si las hay. La radio parecía que entre tema y tema, daba noticias de forma alterada. «Es terrible. Están saqueando por varias partes» dijo la dentista. Mi abuela asentía, citaba antecedentes de Alfonsín. Me limité a pensar en lo primitivo de la situación, y que pasaría en zonas marginales. Volvimos a tomar el 508, solo que bajamos un poco más lejos que lo que recorrimos para tomarlo. Solo recuerdo estábamos cerca del mediodía, y el calor era insoportable. Todo estaba tranquilo.
A la tarde, Leandro, casi un hermano, me pasó a buscar. El motivo de la salida era ir al Parque Saavedra a fumar a escondidas. Los cigarrillos eran Richmond. 20 por un peso, de papel marrón duro, con un sabor espantoso. No teníamos clase ni siquiera para hacer algo prohibido. Fuimos al límite entre el parque cerrado y abierto, sentados en el pasto, apoyados contra las rejas verdes eternas del parque. Un cigarrillo atrás de otro, una charla adolescente tras otra. En el lado del parque abierto, el camarógrafo que tenía la escuela filmaba exteriores para un cumpleaños de 15. Un conocido paseaba solo por el parque porque no tenía nada para hacer. Por supuesto, todavía no era vocalista de uno de los grupos de cumbia más importantes de la actualidad, así que podía pasear por ahí.
Un tipo se nos acerca: típico morral hippie, con un perro chiquitito siguiéndolo. Vendía cinturones. Nos pidió un cigarrillo. «¿Se vende algo?» preguntó Leandro. «No mucho, hoy vendí uno. Pero prefiero esto a hacer lo que todos están haciendo ahora». Muy abstracto, muy metafísico. «Ahora», «todos», «hacer». Vaya uno a saber. Después de casi 3 horas, volvemos. Pasamos por un kiosko para comprar un helado. Tuvimos suerte, porque el kioskero estaba alteradísimo y nos dio 2 al precio de uno, diciendo que nos fuéramos, sin importar el error. Emprendimos retorno a pie, recordando algunos sketchs de «Todo por 2 pesos».
En mi casa preparamos unos mates, pero el teléfono sonó. Era la madre de él. La madre nunca llamaba a mi casa, y eso fue raro. Colgó riéndose. «Que se yo, mi vieja quiere que vuelva porque están robando en Lanús. Tiene un delirio terrible». Se iba, mientras a mi hermano del medio lo traía el padre de un amigo totalmente apurado. Algo habló con mi vieja en la puerta y salió disparado. Vivía a 3 cuadras, y no entendí por qué traerlo en auto. «Hay estado de sitio» dijo mi vieja. Era el 19 de diciembre, cerca de las 7 de la tarde. Ahorro lo que fue el resto del día después de enterarme que era ese «algo» que hacían todos. Nada más banal que describir un saqueo…

Cavallo había renunciado a las 12 de la noche. La tele mostraba imágenes de miles de personas en la calle con ollas. Los medios preguntaban como se iba a seguir. «Él es el padre del monstruo, si se fue él se va a ir De La Rúa» gritaba mi vieja. Y la tele dejaba de mostrar saqueos para mostrar una batalla campal en plaza de mayo.
Las órdenes de la casa eran claras: no se sale. Se iba a la estación de servicio, al kiosko, y con lo indispensable, nos quedábamos encerrados. Sonó el timbre: Leandro salió de la casa como si nada y vino a la mía. Veíamos juntos imágenes que no podían ser ciertas. Policía reprimiendo, incluso a las Madres de Plaza de Mayo. Móviles de noticieros rotos. Moises Ikonikoff, ex diputado menemista devenido en deplorable humorista, bajando de una camioneta para hacerse el héroe, recibiendo cachetadas de todos lados. Luis Zamora, caminando entre todo eso, sin que le pase nada, porque de algún modo se había ganado el respeto. Telefé pasaba Los Simpsons.
Salimos al patio, solo para jugar con una pelota desinflada. Tanta mala suerte que fue al techo del galpón. Subí con una escalera improvisada. Leandro sostenía para que no se cayera. Salió mi viejo y gritó lo que se esperaba que se dijera: «¡Denunció De La Rúa!». Leandro entra corriendo y deja caer la escalera, dejándome en el techo. Me senté en el borde para esperar…
Sentado en el techo, mientras el sol se empezaba a ir de a poco, la angustia me invadió. Tenía 15 años y en dos días había visto más cosas de lo que podía entender.
Las piernas me colgaban, la pelota desinflada en la mano apretándola, la chapa del techo estaba tibia. Miraba el piso hasta que escuché un ruido familiar. La calle estaba en silencio, pero desde los galpones de en frente de mi casa, cantaban un grupo de teros. De chico tuve varios, los cuales siempre se escapaban. Mi mamá me decía de chico que ellos venían a visitarme. No era así, me mentía, pero su mentira me hacía sentir feliz. Tenía 15, y sabía que un ave no iba a venir cada tanto a visitarme. No eran mis teros. Pero deseaba ser chico otra vez para creer que ellos venían a visitarme. Quería creer una mentira. La realidad dolía.
Todos queríamos creer en una mentira de años atrás. Pero ya no se podía.
Bajé la escalera cuando Leandro volvió. Se había terminado el tiempo de festejos, como dijo el taxista. Aunque en 4 días fuera navidad…

Ideología y Educación

Althusser acusaba a la escuela de ser el aparato ideológico del estado. La escuela garantizaba la reproducción de las condiciones de existencias del sistema capitalista. El capitalismo, a través de ciertos aparatos, garantizaba su existencia. Los represivos suelen ser los más conocidos y fáciles de identificar. Pero la mayor tarea se la llevaban los ideológicos.
Hablar de Althusser es en vano: en 1980 asesinó a su esposa cuando le daba unos masajes y terminó en un hospital psiquiátrico. Junto con esa tragedia, el estructuralismo que pregonaba se empezaba a enterrar, dando paso al posmodernismo. Una vida digna de contar, pero no acá.
No se hasta que punto se dejó de usar su teoría. Pero llegué a ver como se utilizaba en la educación. En algunas materias pedagógicas seguía ahí, dentro de lo que se denomina «pedagogía crítica» o «teorías críticas». Todas destinadas a explicar lo mal que funciona la visión tradicional de la escuela.

Las anécdotas de las escuelas son muchas. En cada reunión salen no menos de una decena. Pocas son simpáticas.
Por ver pornografía desde un celular, la preceptora se lo sacó del salón. Con no más de 12 años, miró a la profesora y le gritó «¡Sos una forra!». Uno de sus compañeros, le robó la moto a un alumno de 16 años, que estaba dentro de la escuela. Ese curso no tiene un aula fija: en el último mes deambuló por 4 lugares distintos. Desde el laboratorio hasta un galpón, hasta que terminaran de pintar su aula, algo que llevó más de un mes. Pero la suerte no le era ajena: siempre tenían un pizarrón, porque la mitad que tenían de uno, no estaba pegado a la pared. Era fácil de transportar y poner en una mesa. La misma docente en otra escuela, escuchaba como un alumno le contaba que el padre, es una actitud parecida al perro de Pablov, todos los sábados al mediodía se emborrachaba y metía el camión en una sanja. Camión que había chocado una vez al chico, y cuyas secuelas eran evidentes.
Lejos de ahí, en otro establecimiento, un chico de 11 años ahorcaba a otro adentro de una sanja. La llegada del secretario salvó que fuera una tragedia. El mismo lugar donde una preceptora le gritó a otro alumno de la misma edad «¡Solo venís para el comedor, no te importa nada más!». El chico no volvió a comer ahí. Tampoco a estudiar. Otro también se fue después de reproducir un catálogo de insultos a la preceptora y amagar varias veces a pegarle cuando ella se daba vuelta.
Hace un tiempo, durante los recreos, los profesores nos dedicábamos a comer alfajores caseros que hacía una alumna y que nos vendía para poder sustentarse. El padre en la casa no aportaba otra cosa que golpes. No le quedaba más que a ella y a la madre llevar dinero de alguna forma. Los alfajores eran espantosos, pero 6 profesores no comprábamos menos de 3 por día. El mismo lugar donde se nos dio la orden de aprobar sin mirar los exámenes a un alumno que ese año se recibía. Lo particular: tenía 20 años. Su vida era una pesadilla, y un título secundario sería lo único que le permitiría obtener un trabajo que no sea en negro, por más miserable que sea.
Todo esto es fruto de una charla entre 4 profesores en una tarde. Todos en la misma ciudad. 5 escuelas distintas. Lo curioso: cuatro públicas, y una privada.

La escuela tradicional nació en la segunda mitad del siglo XIX. Su misión era sencilla: crear ciudadanos para el nuevo estado liberal y (no siempre) democrático, y mano de obra para el nuevo sistema capitalista. Aprender a leer y a escribir, operaciones básica de matemática, historia para crear el mito de la nación, higiene, solo algunos tópicos que eran fundamentales para el tipo de ciudadano que el Estado moderno necesitaba para funcionar.
Horarios de entrada y salida regidos por una campana, un pupitre por alumno, sentados y mirando al frente: la dominación de los cuerpos y el régimen de conducta, lo necesario para una fábrica. La escuela era la estrella, el corazón de una sociedad nueva. El progreso necesitaba de ella, y su misión era fundamental. Una máquina de fabricar ciudadanos aptos para el voto (en Argentina, en un sistema poco democrático) y mano de obra calificada. Los que tenían dinero y una buena posición, terminaban sus estudios en la escuela Nacional. De ahí, o eran trabajadores administrativos o seguían en la universidad. Por otro lado, Sarmiento se había dedicado a crear las escuelas Normales, donde egresaban maestras.
El sistema educativo mutó superficialmente. Aparecieron escuelas técnicas, que se orientaron a la clase media a principio del siglo XX. Estos querían a sus hijos en las universidades, y el gobierno optó por sacarlos carpinteros, mecánicos, etc. Obviamente, este dique de contención no duró demasiado, y esta clase terminó haciendo entrar a sus hijos en la casa de altos estudios.
Como este tipo de cambios, hubo varios. Mis padres egresaron entre la década del 70 y 80. Ambos, con título de perito mercantil. Eran años donde el estado requería de administrativos, y el secundario los preparaba. La última camada de una escuela funcional a una necesidad del Estado. Desde 1976 y con especial hincapié en la década del 90, el Estado se redujo a su mínima expresión, yo exigía nada a la escuela. Tan solo una cosa: que desaparecieran las que fueran públicas, y ganaran terreno las privadas.
Mi título dice algo así como «técnico en gestión». Nuca supe para que servía.

La escuela tenía un objetivo. Hoy no se está seguro.
No se necesita crear ciudadanos para el Estado moderno. El capitalismo pasó de su etapa industrial a una financiera, y nos redujo a una mano de obra o totalmente básica y productora de materia prima, o altamente especializada, la que solo se alcanza con estudios que superen la escuela secundaria tradicional. Aquello que garantizaba un trabajo, hoy ya no. Los Normales no crean maestros, y las técnicas desaparecen junto con los oficios.
La escuela mutó superficialmente, pero no estructuralmente. Se mantiene estática. Recibe chicos, les enseñan a leer, a escribir, operaciones matemáticas, historia para continuar el mito de la nación… la lógica de la escuela es la misma que la segunda mitad del siglo XIX en un contexto que ya no es igual. Se le exige lo mismo cuando ya no se necesita lo mismo. Se pide que prepare la misma clase de ciudadanos cuando el Estado no puede satisfacer las necesidades de aquello que demanda.
Pero la escuela sigue. A veces como blanco de críticas, otras como un templo sagrado y último reducto de la moralidad y la inocencia. Dos posiciones totalmente equivocadas.
En los últimos años, un función si fue constante: la escuela como lugar de contención. Todos los años, cientos de chicos pasan por una de estas instituciones. Las esperanzas que se depositan en la escuela son mínimas: diplomar a un alumno que salga con los conocimientos básicos, para que el día de mañana pueda ser… algo. La escuela pasó a ser un lugar de contención: un lugar donde se deposita a un chico con la esperanza que se lo aleje de la calle, de los peligros de afuera, que lo salve y que le de un futuro. No se sabe que se pide que se haga, solo se sabe lo que no tiene que pasar. Cada escuela es distinta, y hace lo que puede con lo que tiene: más horas, doble jornada, computadoras gratis, comida, o contenerlo aunque sea unas horas de un hogar conflictivo. Se pide a la escuela que sea un espantapájaros que aleje ciertos males. A la vista está que no puede: violencia, droga, embarazos adolescentes… la escuela solo reproduce a menor escala lo que pasa en el mundo que la rodea. Atrás de cada insulto a un docente, de cada acto de violencia, de cada muestra de desinterés, se esconde una idea: la escuela ya no es para los alumnos un lugar donde planificar un futuro, porque muchas veces no importa, y otras tantas no lo hay. Y cuando lo importa y lo hay, difícilmente se entienda como se llega él.
Sarmiento consideraba que los pobres debían poner a sus hijos en la escuela para sacarlos de esa vida «bárbara» e insertarlos en la sociedad; mientras que a los ricos, debía sacarlos de sus institutrices privadas e insertarlos en la sociedad. Pobres y ricos, juntos, homogeneizados. Hoy no. Porque el estado no tiene un proyecto. Mejor que cada individuo haga el suyo… y si puede, que pague por uno, pero tampoco es una garantía.

Althusser estaba en lo cierto: la escuela reproduce lo que el sistema capitalista necesita para sobrevivir. Podría pensar dos cosas: que el sistema capitalista se descompone y los primeros síntomas de falla se dan en ese aparato ideológico (algo que dudo que esté pasando), o que el sistema capitalista que mutó a mediados de los años 70 necesita esta función. Resulta difícil creer que el Estado necesite que un chico ahorque a otro en una sanja, que un curso no tenga aula, que profesores den dinero diariamente a una alumna con marcas de golpes en el cuerpo… Pero ministerios e inspectores no se preguntan demasiado
¿Y los docentes?… La profesión amerita una entrada aparte.

Althusser terminó sus días en un neuro psiquiátrico. Ni él pudo combatir ciertos aparatos ideológicos

Revelaciones II: Lo normal

Cuando llegó el 2000 no pasó nada. Algunos decían que el mundo se iba a terminar. Otros que entrábamos en una nueva era. Algunos advertían que se venía un caos informático. Otros, se suicidaron en masa por el terror que sentían sin contar por qué. Pero no pasó nada de eso. Todo siguió igual. 24 horas por la tele mostrando como recibían el 2000 en distintas partes del mundo. Asado, familia, un poco de sidra, nueces y a ver la quema de algunos muñecos. Con 13 años, recibí un nuevo milenio como años anteriores.

Que todo siguiera igual fue el problema. Dos meses antes, se había elegido nuevo presidente. Después de 10 años, la presidencia cambiaba de manos, de partido, y quizá de discurso. No de ideología. El «honestismo» (en algún momento hablaré de que es esto) había ganado en octubre del 99. Un rejunte de partidos que repudiaban la corrupción del menemismo se juntaron y ganaron una elección a otro candidato peronista de dudosa reputación.

Muerto el perro se acabó la rabia. Nueva presidencia, nuevo milenio. Pero cuando la fiesta termina, siempre viene la cuenta.

No recuerdo haber pensado en algún momento que vivía en el primer mundo. Nací en el 86 y viví todo mi infancia en medio de la convertibilidad. Peso o dólar, solo sabía que el valor era el mismo. No podía tener noción de la ridiculez que significaba. Mi familia vivía bien, nos dábamos todos los gustos, viajamos una vez al exterior, y mirábamos Tinelli de lunes a viernes, y lunes y jueves cuando agregó dos programas más. Los domingos, Sofovich cortaba manzanas y mostraba culos por la televisión pública, el mismo lugar donde todas las mañanas Lita de Lázzari alababa a Videla y decía que los desaparecidos de la última dictadura vivían en Cuba. Comprábamos la promoción «dos pollos con papas $10», e incluso, cada uno llegó a tener su paleta de padel que apenas usamos 1 o dos veces. Lo normal para una familia media argentina. 

Lo normal, incluía no ver a la Carpa Blanca Docente, ni la marcha semanal de los jubilados que cobraban menos de 400 pesos. YPF pasaba a manos de no se quien, pero eso significaba avance según Neustadt. Lo mismo el teléfono. Lo normal era no ver el indulto a los integrantes de la junta militar.

Lo normal era ver a un ministro de economía hablando de mafias «enquistadas» en el poder, dando un nombre que llegaría a la cúspide de la fama después que encontraran el cadáver incinerado, esposado y con un tiro en la cabeza de un fotógrafo que lo retrató. Todo eso después de que un gobernador dijera que la policía bonaerense era la «mejor policía del mundo». Lo normal era ver como el representante del ídolo máximo del fútbol era presentado como un narcotraficante vip, y como un programa a las 12 del mediodía mientras hablaba del caso, mostraba mujeres agarrándose de los pelos. Lo normal era que se recortara en salud y educación pública, para dar paso a salud y educación era privada. Lo normal era terrible. Y todo lo que afectaba a esa normalidad era anormal. Era gente que quería empañar una fiesta.

A partir de 1997 escuché cada vez más reclamos al gobierno que había hecho todo «normal». Las palabras ladrones, corrupción, empezaban a ser famosas. Si eso se decía antes, no lo escuché. Transitar la infancia en una escuela privada era vivir en una burbuja. Solo sabía que se había ido ese ministro de economía, y que algunos preguntaban «¿qué va a hacer ahora este negro pelotudo si ese?». Por esa época, mi viejo empezaba a putear un poco más. Pero la vida seguía siendo normal…

Un grupo de gente enojada decía que querían gobernar para terminar con la corrupción. «La corrupción es lo malo». Una idea tan simple y perversa, que podía sacar mucho rédito. En el medio de eso, aprendí a ser hermano otra vez cuando llegó el más chico de los 3, y meses después, gritaba como loco por haber eliminado a Inglaterra de un mundial, y 3 días después, por ver como Ayala perdía la marca de Bergkamp y quedábamos afuera en 4tos.

En el 99 se terminó lo normal. Ganó la honestidad, perdió la corrupción. Lo que andaba mal iba a mejorar, porque lo malo era robar. Si no se robaba, todo iba a estar bien. La ecuación era simple. 

Muerto el perro se acabó la rabia. Nueva presidencia, nuevo milenio. Pero cuando la fiesta termina, siempre viene la cuenta. Y la ecuación estaba mal hecha. Cuando lo normal dejó de serlo, vi con horror que en realidad todo era anormal, que los que querían empañar todo decían la verdad, y que en breve iba a estar al lado de ellos. 

Obvio, nadie me lo pudo explicar bien. Solo quedaba mirar atrás otra vez para entender que pasó. La historia, de a poco, dejaba de ser un cuento de héroes para ser la explicación de una pesadilla

Revelaciones I: «Los hijos de puta»

11septiembre

A veces se asocia al descubrimiento de la vocación con imágenes de un nene poniendo un estetoscopio a un muñeco,  bañando un perrito o armando una casa con legos, como si eso lo fuera a hacer médico, veterinario o arquitecto. Una mentira. Nada te exime de jugar a eso y terminar siendo despachante de aduana, atender un kiosko o trabajar en un ministerio atendiendo mal a cuanto tipo se acerque a hacer un trámite. De chicos todos tienen una profesión, y la mayoría no se cumplen.

Nada de esto pasa en otras vocaciones. Por ejemplo, necesité de 3000 muertos para empezar a delinear mi futuro. Cifra baja para lo que acostumbra a mostrar la historia, si no fuera por las circunstancias en que se presentaron.

Iba camino a los 15, era feriado, cumplía años mi prima, y al otro día me iba con la escuela a Puerto Madryn una semana como viaje de fin de lo que sea (no voy a detenerme a explicar que era 9no grado y que significaba pasar al polimodal). Recuerdo ciertos momentos de ese día. A la tarde fuimos a tomar mates para ese cumpleaños, que hice el bolso, y un viaje al centro como para comprar algo que, supongo, faltaba para el viaje. Había metido en la mochila algunos cds mal copiados por mi, un discman, un paquete de yerba, y me fui a acostar un poco shockeado.

La imagen de una persona tirándose por la ventana de un edificio para evitar morir por el fuego, no es digerible en ningún momento de la vida. En una estructura de 1000 metros de altura, un cuerpo apenas si es visible. Difuso y borroso, como si la silueta no existiera y lo despojara de toda humanidad, haciendo de él un pedazo de carne que se iba a desarmar contra el piso.

Ese 11 de septiembre fue el primero que empecé sin saludar a mi mamá por su día. Era todo muy raro. Todos los canales tenían la misma noticia. Incluso los de películas y música dejaron de transmitir, para mostrar imágenes de algún noticiero en inglés, con subtítulos improvisados en el momento. A la tarde, kioskos de diarios y canillitas volvieron a abrir y vender un suplemento especial de los diarios con la noticia. De la municipalidades de algunas ciudades del conurbano, corrían con las computadoras en las manos en un espectáculo deplorable, como si un millonario saudita quisiera meter un avión en las oficinas de Morón o Quilmes.
Poco entendía en el momento, solo que un grupo de gente de un país que desconocía, robaron dos aviones y los metieron en dos edificios con el fin de matar gente. En algún lugar de medio oriente, imágenes de gente festejando lo que había pasado. Imágenes que resultaron ser de hacía 10 años atrás y que no tenían nada que ver con el momento. La cosa era más compleja, pero solo lo aprendí pasados los años.

Al otro día viajamos, y se seguía hablando de lo mismo. Pocos vimos allá sobre como siguió todo durante esa semana. Pero por momentos no nos importó.
Volvimos dos días antes del día de la primavera. Terminado el viaje, teníamos dos días libres. Vi que se preparaban ataques. «Justificados» pensaba yo. La vida adolescente te exime de culpa y cargo para con la realidad, pero nunca fue mi caso. «¿Alguien sabe quienes son esos de Al Qaeda? ¿Para que lo hicieron?». Las respuestas eran siempre 2: «Porque están locos», «Porque son hijos de puta». Poco ayudaba.

Octubre era el mes donde llegaba a los 15. Una semana antes de cumplirlos, Estados Unidos se tomó revancha y empezó una invasión que iba a ser rápida para asesinar al líder de «los hijos de puta» según los que me rodeaban. Hasta el día de hoy siguen ahí, pero con el líder muerto (creo…)
Poco pasó para ver una imágenes de chicos de mi edad sin piernas, civiles muertos, y máquinas sacando gas de la tierra de ese país innombrable. «¿Para qué quieren gas? ¿Y como le van a tirar bombas a civiles?» dije mientras mirábamos la tele con un amigo de mi viejo. «Toda la historia hicieron lo mismo estos hijos de puta. Se cansaron de invadir». Curioso, la etiqueta «hijos de puta» se había desplazado de un bando a otro. Pero había un problema: si toda la historia había pasado eso, no conocía esa historia. Quizá ahí me dijeran quienes era los hijos de puta y quienes las víctimas. O si ambos estaban en el primer bando. La realidad era muy compleja para entenderla apenas siendo adolescente.

Marshall Berman dijo en una entrevista al poco tiempo de eso, que el atentado había terminado con el posmodernismo. No lo leí en su momento, pero de haberlo hecho, no lo hubiese entendido. Si supe que la historia me dio la oportunidad de ver algo irrepetible. Si era irrepetible, no podía dejar de entenderlo.

«Ya fue todo eso, ahora vienen las legislativas, hay que ver que pasa con el gobierno» decían. El 14 de octubre del 2001 cumplía 15 años, y tenía 39 de fiebre. Ese día hubo elecciones en Argentina y todos iban con boetas truchas para impugnar, como una respuesta a un gobierno que ya parecía no tener legitimidad. Afganistán fue un aperitivo para la vocación. Me faltaban entender cosas, que iban a llegar unos meses después.

Como tragedia, como farsa, como blog

«Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa» Karl Marx, «El 18 Brumario de Luis Bonaparte»

La tercera como blog.

El rigor de las presentaciones es inmundo. Incomoda. Pero así y todo, no hay otra forma de hacerlo. Resumamos: profesor de historia, al momento de escribir tengo 27 años (para 28). De una familia de clase media que rebotó en los clichés de cada período de los últimos 30 años del país: la hiperinflación alfonsinista, el 1 a 1 de los 90, la esperanza en vaya a saber qué de ese 31 de diciembre de 1999, la pesadilla del 2001, la depresión del 2002, y hoy, a lo cual no le puedo poner etiqueta hasta que no pase algún tiempo. Hijo de un martillero que tuvo que cerrar su inmobiliaria para dedicarse a vender préstamos de empresas que solo dios sabe quienes son los dueños. Hijo de una maestra rural que trabajó 2 años y medios hasta que nací yo, para dedicarse a lo suyo con sus hijos, y dejando justamente lo suyo. Nieto de dos italianos que escaparon de la guerra para empezar de 0 en un lugar extraño, como la mayoría de los abuelos de mi generación. Nieto, por el otro lado, de una mujer de campo, y un hombre que vio caer el linaje aristocrático, acomodado y oligarca de su familia, con la muerte de sus padres y sus decisiones de vida; todos encerrados en una bóveda en el cementerio con el sello del partido conservador, que tanta vergüenza me da cuando lo veo.

Una SUBE que siempre está en negativo, una impresora sin tinta desde hace más de 6 meses que no me deja imprimir material de trabajo, sueldos que dicen ser míos y que los gané pero que nunca vi, un título sin marco que no puedo colgar, un perro dálmata que heredé junto a algunas deudas, más de 200 libros que a nadie le voy a poder contar porque no les interesa, una tesis que no quiere empezar a ser escrita. Tirados por ahí, algunos apuntes de griego que se mezclan con exámenes de chicos de 12 años. El cuadro del curso en el viaje a Bariloche, que compré y nunca colgué, quizás porque no significaba nada, o porque no podía no comprarlo (aunque en el fondo se que son las dos cosas). Estas cosas, entre otras tantas, quizá den una idea de quien soy. Un burgués que siente culpa de serlo y que se consuela con saber que no fue su decisión… o por lo menos no del todo

Podría decir que no se por qué escribo, y que no espero que nadie me lea. Mentiría. Marc Bloch escribió desde un campo de concentración, rodeado de la muerte que la razón occidental había parido en Alemania, «Los hombres son más hijos del tiempo que de sus padres». Lo sabía bien. Los que lo fusilaron también. Los que lo leímos, todavía más.

No soy Bloch. Nunca lo voy a ser. Si fuera la mitad de lo que él fue, no usaría una plataforma gratuita para escribir lo que pienso, y me leería demasiada gente. Pero el escribió porque pudo y quiso. Sin biblioteca para poder consultar, solo con lápiz y papel mientras era torturado, dejó quizá una de las mejores reflexiones de la naturaleza de la historia.

No tengo excusas para no escribir, aunque lo mío sea malo. Puedo y quiero. No necesito más.  Aunque lo haga hecho como tragedia, como farsa… o como un blog.